Una Mente Desbordada
Hace unos años, empecé a cambiar de formas que no podía explicar.
Seguía funcionando… al menos por fuera. Seguía criando a mi hija, trabajando, socializando, haciendo lo que tocaba. Pero por dentro, me estaba desmoronando.
No podía concentrarme, ni siquiera en tareas que antes gestionaba con facilidad. Mi cerebro no solo estaba atascado en modo hiperactivo, también estaba lleno de niebla.
La disfunción ejecutiva se convirtió en una lucha diaria. Mis estrategias habituales para sobrellevar el día a día dejaron de funcionar. La presión por rendir, especialmente en el trabajo, chocaba con una sensación de vacío, y el resultado era una especie de parálisis mental. Recuerdo momentos en los que deseaba desintegrarme en el aire, aunque solo fuese para escapar de la ansiedad aplastante de no poder empezar nada, de no poder moverme, de no poder existir. No era pereza ni falta de motivación. Era un colapso total.
Me volví extremadamente sensible a olores y ruidos: alarmas, secadoras de manos, incluso las conversaciones altas me llevaban a un estado de alerta. El contacto visual me resultaba abrumador, casi como una invasión de mi espacio personal. Empecé a evitar a la gente, algo que nunca había hecho antes. Siempre había sido una persona sociable, alguien que se nutría de conexiones significativas cara a cara.
Sentía que me estaba perdiendo a mí misma.
Por entonces, empezamos a explorar si mi hija podía ser neurodivergente. Al investigar sobre el TDAH (y más tarde sobre las Altas Capacidades), empecé a verme reflejada en las descripciones. Pensé: ¿Y si yo también lo soy?
En retrospectiva, siempre he tenido una mente hiperactiva y problemas de atención, especialmente al leer material académico o técnico. Me di cuenta de que no leía como la mayoría: escaneaba las páginas, en lugar de leer palabra por palabra. Esto funcionaba genial con la ficción, donde podía construir un mundo a través de mi imaginación desbocada. Pero con textos técnicos, donde cada palabra cuenta, me resultaban agotadores.
En el colegio y la universidad, por mucho esfuerzo que pusiera, no lograba prestar atención en clase. Mi mente siempre se iba por otro lado.
Durante años enmascararé y compensé estos rasgos. Pero ahora eran inmanejables. Porque estaba cargando con mucho más de lo que cualquiera persona sola podría cargar sola.
Acababa de pasar por un aborto tardío.
Estaba intentando salir de un matrimonio, sanar de una relación basada en el control coercitivo, y sobrevivir a un angustioso proceso judicial.
Al mismo tiempo tenía un trabajo de alta responsabilidad, mientras trataba de apoyar a mi hija en su propio trauma, con sus enormes desafíos sensoriales y su desregulación emocional relacionada con su posible neurodivergencia — todo sin el apoyo adecuado.
Además, lidiaba con dinámicas tóxicas en el trabajo, sintiéndome profundamente sola, incomprendida y excluida en un entorno en el que ya estaba al límite.
Mi sistema nervioso nunca tuvo la oportunidad de sentirse a salvo.
Y, como era de esperar, fue en el trabajo donde más se notó.
Como ejecutiva, se me criticaba constantemente por no estar atenta o no implicarme lo suficiente en las conversaciones. La gente asumía que no me interesaban las opiniones de mis compañeros, que estaba distante o desconectada. Pero la verdad es que estaba haciendo todo lo posible por estar presente. Quería conectar, contribuir — sobre todo porque ya sentía que no encajaba. Era la única mujer en la sala, y no quería darles la razón a aquellos que pensaban que por ser mujer, no valía para el puesto.
Pero esta es la verdad: como mujer, y como mujer neurodivergente, no solo era capaz de hacer el trabajo — estaba sobresaliendo en áreas donde mis compañeros no daban la talla. Eso no se veía, ni se reconocía — ni por ellos, ni siquiera por mí misma. Me llevó mucho tiempo desaprenderlo todo y llegar a conocerme a mí misma — y darme cuenta de que yo nunca fui el problema en aquel equipo.
Al principio pensé que tenía TDAH, lo cual se confirmó durante el diagnóstico (junto con las Altas Capacidades). Pero esa no fue la única etiqueta que recibí, y esta fue la que más me sacudió: autismo. Nunca me lo había planteado. El diagnóstico no vino de las evaluaciones estándar — esas no detectaron el autismo en mi caso. La psicóloga llegó a esa conclusión a través de nuestras entrevistas. Y aunque respeto su experiencia, no podía quitarme de la cabeza la sensación de que lo que estaba viendo era mi trauma — no autismo.
Otra parte de mi experiencia que me costó comprender fueron los altibajos emocionales. Los momentos de euforia eran intensos — llenos de energía y urgencia, pero agotadores. Los bajones eran asfixiantes. El desbordamiento no era solo emocional — era físico. El cuerpo me dolía de la ansiedad, y sentía que me estaba ahogando en una tormenta que no podía detener.
Hubo un momento en el que me pregunté: ¿Será trastorno bipolar? Pero con el tiempo, entendí que eso también forma parte del Trastorno de Estrés Postraumático Complejo (TEPT-C). Los picos y caídas emocionales son a menudo respuestas al trauma: el sistema nervioso intentando gestionar un cúmulo de miedo, duelo y patrones de supervivencia no procesados.
Cuando los Síntomas de Salud Mental se Confunden con Rasgos Neurodivergentes
He experimientado trauma dos veces en toda mi vida — una de adolescente y otra más reciente. Esta última vez, los síntomas fueron intensos y se parecían mucho al autismo y al TDAH: sobrecarga sensorial, disociación, niebla mental, desregulación emocional, respuestas físicas de ansiedad como pánico ante ruidos fuertes. Pero noté que estos síntomas no siempre coincidían con mis rasgos neurodivergentes de base. Variaban según mi estado mental. Fue entonces cuando empecé a entender el solapamiento confuso entre neurodivergencia y salud mental.
Algunos ejemplos:
- La disfunción ejecutiva puede ser un rasgo del TDAH, pero también aparece como respuesta al trauma.
- La sensibilidad sensorial es típica en el autismo, el TDAH y las Altas Capacidades, pero también se da en la hipervigilancia del TEPT.
- La dificultad con el contacto visual puede ser un rasgo autista — o una defensa tras un trauma emocional.
Y luego está la confusión entre TDAH y TOC.
Por ejemplo, con el TDAH, suelo estar distraída cuando hago cosas. Así que a veces tengo que comprobar varias veces si he apagado el horno o cerrado la puerta — porque no estaba totalmente presente al hacerlo. Eso no es una compulsión; es una forma de lidiar con la inatención.
Pero el TOC es otra cosa. Lo he vivido dos veces — una de adolescente, y otra tras el trauma reciente. Y no tenía nada que ver con el olvido, sino con el miedo.
Empezó con rituales nocturnos: colocar las zapatillas de cierta forma, mirar por la ventana desde un ángulo específico, ordenar los juguetes hasta que se sintieran “correctos”. Si algo no encajaba, tenía que empezar de nuevo. La compulsión no era por memoria: era por miedo. Creía que si no hacía los rituales a la perfección, les pasaría algo horrible a mis seres queridos. Como si pudiera evitar una tragedia si lo hacía todo “bien”.
Un día tuve un momento de claridad. Me di cuenta de que esos rituales no me protegían. Me estaban haciendo daño. Me generaban más ansiedad, no menos. Así que tomé una decisión: me dije a mí misma, “Si lo peor tiene que pasar, que pase.” Ese fue mi mantra. Cada vez que sentía la compulsión, lo repetía — y con el tiempo, el TOC fue perdiendo fuerza.
Mi Vida con TEPT-C: No Siempre Como lo Muestran en las Películas
El TEPT complejo no es lo que me esperaba.
No estoy tirada en la cama. No tengo flashbacks ni pesadillas. No me siento desconectada de mi vida. La estoy viviendo al máximo: estoy presente, crío a mi hija, trabajo, me mantengo activa. Y aun así, a veces siento que me ahogo en la ansiedad, apenas capaz de existir con ella.
No he tomado medicación —no porque esté en contra de ella, sino porque temo dejar de ser yo misma si lo hago. Ya he salido antes de otras crisis parecidas sin necesidad de medicarme, y quiero volver a hacerlo, a mi manera, tomando todos los pasos adecuados.
Porque, en el fondo, sé exactamente lo que tengo que hacer. Y estoy convencida de que seré capaz de salir adelante.
Y ya sé que es difícil. Ha habido momentos en los que he dudado de mí misma. He estado a punto de rendirme. Pero he seguido adelante: con terapia, con introspección, con el apoyo de mi familia y amistades, y, sobre todo, reencontrándome entre todo el ruido y aprendiendo a confiar de nuevo en mis propios instintos. He aprendido a desafiar los pensamientos intrusivos y a aceptar la incertidumbre. He aprendido a soltar el control —no como una derrota, sino como un acto de paz.
Tres años después, ya no soy la misma persona. Aún tengo sensibilidad al ruido. Parte de la niebla mental sigue ahí —y puede que también tenga que ver con la perimenopausia. Pero el TOC ha desaparecido. Lo peor de la ansiedad ya pasó. Ahora soy más yo que nunca —no porque haya vuelto a ser quien era, sino porque he descubierto quién soy de verdad, debajo de todas las máscaras y estrategias de supervivencia.
Y quizás lo más importante: he encontrado mi voz. He encontrado un propósito.
Escribir siempre ha sido mi pasión, pero ahora también es una misión: usar mis experiencias para ayudar a otras personas a sentirse vistas, comprendidas y empoderadas. Si estás navegando por la maraña de la neurodivergencia y la salud mental, quiero que sepas algo:
No tienes que encajar perfectamente en una etiqueta. No tienes que compararte con nadie. Tus síntomas, tus experiencias, tu proceso de sanación… son tuyos. Y merecen compasión, no perfección.
Puede que nunca llegue a saber dónde termina mi neurodivergencia y dónde empieza mi trauma. Y no pasa nada. Porque he aprendido que sanar no es volver a ser quien eras, sino convertirte en quien realmente eres, sin máscaras.
Cuando la Salud Mental se Vuelve Física
A menudo separamos la salud física de la salud mental como si no tuvieran relación, pero están profundamente ligadas.
El trauma no vive solo en la mente. Se instala en el cuerpo, afectando a cada sistema de maneras que no siempre percibimos… hasta que se vuelven imposibles de ignorar.
Siempre he tenido un sueño ligero, probablemente por la neurodivergencia, pero durante los periodos más intensos de trauma, mi sueño se desreguló por completo. Me costaba dormirme, me despertaba innumerables veces por la noche y, a veces, me quedaba despierta durante horas, solo para quedarme dormida justo antes de que sonara la alarma para ir a trabajar. Ese agotamiento moldeaba mis días. Estaba constantemente cansada, bostezando, luchando por mantenerme presente. El mal sueño está bien documentado en personas con trauma —y para mí, fue una de las señales más claras de que mi cerebro no se sentía a salvo.
También he experimentado parálisis del sueño desde finales de la adolescencia. Al principio era poco frecuente, y solo pasaba si dormía boca arriba o sola. Pero cuando entré en una relación de maltrato emocional, empezó a ocurrir con más frecuencia.
Durante años, mi hija me salvó de ello. Dormía a mi lado, y con ella me sentía segura y fuerte —su presencia parecía protegerme. Pero una vez que el TEPT-C se instaló por completo, ni siquiera su compañía podía protegerme ya.
La parálisis del sueño se intensificó drásticamente. Ya no importaba en qué postura durmiera ni con quién estuviera: ocurría todas las noches. Y no era solo inquietante —era aterrador.
Con el tiempo, entrené a mi cerebro a detectar las señales de advertencia incluso mientras dormía y despertarme antes de que la parálisis se apoderara de mí. Y a medida que fui avanzando en mi recuperación, la parálisis del sueño desapareció —incluso cuando duermo sola o boca arriba, algo que, por cierto, ya me he acostumbrado a evitar.
El trauma también afectó a mi sistema digestivo. Desarrollé un síndrome de intestino irritable muy intenso —probablemente una mezcla de alimentación emocional, ansiedad y el estrés constante en mi sistema nervioso. El dolor se volvió constante y me cambió la vida. No fue hasta que empecé a sanar emocionalmente y probé el ayuno intermitente que los problemas digestivos comenzaron a mejorar. Pero aún no tengo dominado eso de comer de forma saludable—es un proceso en marcha, igual que el SII.
Después vino una oleada de síntomas físicos que me asustaron muchísimo. Tenía vértigo, entumecimiento en la cara y las puntas de los dedos, y dolores de cabeza debilitantes.
Llegué a temer que fuera algo como un tumor cerebral.
El médico de cabecera no fue de mucha ayuda, y ni siquiera los especialistas privados encontraron una causa. No fue hasta que acudí a un fisioterapeuta maxilofacial que por fin obtuve respuestas. Detectó rápidamente que apretaba la mandíbula con tanta fuerza —probablemente por el estrés— que los músculos cercanos estaban inflamados y comprimían los nervios de alrededor. Eso explicaba el entumecimiento facial, el vértigo y los dolores de cabeza.
Resultó que el problema no estaba en mi cerebro, sino en los músculos de la mandíbula y el cuello, especialmente el esternocleidomastoideo. Una férula dental ayudó a aliviar la presión y el dolor de mis dientes, y ahora la fisioterapia con masajes regulares forma parte de cómo gestiono esa tensión muscular. No es un lujo—es una necesidad. Con un trabajo de oficina y un cerebro hipervigilante, la rigidez siempre vuelve, así que he tenido que aprender a cuidarme del estrés como si fuera una afección crónica.
Por último, uno de los síntomas más extraños y frustrantes que he vivido hasta ahora ha sido la urgencia urinaria.
Incluso antes de ser madre, notaba que cada vez que llegaba a la puerta de casa me entraban unas ganas casi desesperadas de ir al baño. Eso empezó durante la relación de maltrato emocional y empeoró con el TEPT-C.
Perdí la capacidad de aguantarme. No había señal, ni aviso —solo una urgencia y un miedo a no llegar a tiempo. Una fisioterapeuta de suelo pélvico me explicó finalmente que mi suelo pélvico estaba intacto, pero que la coordinación entre mis sistemas nerviosos simpático y parasimpático estaba alterada. ¿El resultado? Mi cuerpo ya no podía regular bien el control de la vejiga debido al estrés crónico.
Lo que he aprendido es que el cuerpo lleva la cuenta. Cuando el sistema nervioso permanece demasiado tiempo en modo supervivencia, las consecuencias físicas son reales. Y, sin embargo, muchas veces ignoramos esas señales —pensamos que es solo estrés o nuestro estilo de vida. Pero en realidad, es nuestro cuerpo diciéndonos: “No estoy bien”.
Y hacer caso a esos mensajes también forma parte del proceso de sanación.
Por Qué las Personas Neurodivergentes Presentan Más Riesgos de Problemas de Salud Mental
Hoy en día se habla mucho sobre inclusión, pero la experiencia real de ser neurodivergente en un mundo diseñado para personas neurotípicas sigue siendo profundamente aislante.
Según la jerarquía de necesidades de Maslow, una de las necesidades humanas más básicas —el amor y el sentido de pertenencia— a menudo no se satisface en las personas neurodivergentes. No porque no seamos dignos de amor o de conexión, sino porque se nos exige constantemente que nos adaptemos a entornos que no están hechos para nosotros.
Nos camuflamos. Dudamos de todo lo que decimos. Nos preguntamos si estamos siendo demasiado: demasiado intensos, demasiado callados, demasiado ruidosos. Esa distancia entre cómo nos percibimos a nostros mismos y cómo nos perciben los demás se convierte en una especie de auto-gaslighting crónico que va desgastando nuestra autoestima.
A esto se suma que la neurodivergencia sigue sin comprenderse bien. Muchas personas todavía creen que el TDAH o el autismo son enfermedades mentales, cuando en realidad son diferencias neurológicas. Pero lo que sí está innegablemente relacionado con la salud mental es el impacto de ser malinterpretados, excluidos o forzados a funcionar dentro de sistemas que no respetan la diferencia.
Si el entorno laboral no es seguro —emocional o psicológicamente—, nuestra salud mental se deteriora. Si no se nos respeta, si no se nos da espacio para prosperar a nuestra manera, terminamos interiorizando el fracaso, incluso cuando estamos dando lo mejor de nosotros mismos.
Incluso la sobrecarga sensorial puede transformarse en un problema de salud mental con el tiempo. Las luces fluorescentes, el ruido de fondo, la expectativa de estar siempre “presentes” y activos todo el día… todo eso nos desgasta. Y cuando nos apagamos o parecemos ausentes, no es por desinterés: es porque nos sentimos sobrepasados.
Replanteando el Síndrome del Impostor: No Soy Yo, Eres Tú
A la gente le encanta usar la expresión “síndrome del impostor” como si fuera un fallo personal —como si bastara con creer un poco más en nosotros mismos. Pero aquí está la cuestión: yo siempre me he exigido lo imposible. Soy perfeccionista hasta la médula. No importa lo que logre, rara vez siento que es suficiente. Y no creo que eso haya surgido de la nada.
Crecí rodeada de voces —algunas sutiles, otras muy claras— que me decían que no era suficiente. Personas que no me entendían, que no valoraban lo que me hacía diferente. Personas que deberían haberme cuidado, haberme protegido, y que en cambio intentaron destruirme. En algún momento, me tragué esas voces. Ahora viven dentro de mí, disfrazadas de pensamientos propios.
Yo no juzgo a los demás tan duramente como me juzgo a mí misma. No exigiría a nadie lo que me exijo a mí. Pero estoy aprendiendo —despacio, con paciencia— a ser más amable conmigo misma. A aceptar los halagos. A confiar en las opiniones de quienes me quieren y me valoran. A veces necesito sus ojos para verme con claridad, sobre todo cuando los míos están nublados por viejas creencias.
Hay días en los que me siento una farsante, como si solo estuviera fingiendo ser funcional. Pero ahora puedo detenerme y preguntarme: ¿De quién es esa voz? Y lo más importante: ¿Es siquiera cierto?
Aprender a Abrazar la Adversidad Sin Miedo
Sanar no es un camino recto. Vivir con neurodivergencia, con CPTSD, con estas capas invisibles de complejidad… es agotador, sí. Pero también es un viaje de autodescubrimiento. De desaprender la culpa. De encontrar el camino de regreso a mí misma.
Algo que he aprendido a lo largo de todo este tiempo es que la adversidad, muchas veces, trae consigo propósito. Esos momentos difíciles no son solo obstáculos —son lecciones que forjan resiliencia y amplían nuestra perspectiva.
Si no hubiera pasado por todo este dolor, puede que nunca me hubiera encontrado a mí misma. No habría podido pelar todas esas capas hasta llegar a la persona real que hay debajo —la que no solo sobrevive, sino que empieza a florecer.
Y también he aprendido esto: nunca estoy sola. Incluso a través de océanos y franjas horarias, mi familia siempre ha estado presente. Nunca he tenido que enfrentar nada del todo sola. Y por ello estoy infinitamente agradecida —porque saber que tengo su apoyo, pase lo que pase, es una de las mayores fuentes de fuerza que llevo conmigo. Y así como ellos han estado ahí para mí, yo siempre estaré ahí para ellos.
Cuando estemos en nuestro lecho de muerte, no serán los momentos fáciles los que definirán nuestra vida, sino los difíciles —los que nos empujaron, nos cambiaron y nos ayudaron a crecer. Esos momentos nos dan la claridad para entender lo que realmente importa, para estar presentes en lo que de verdad cuenta, y para valorarlo de corazón. La vida siempre traerá nuevas oportunidades —solo asegúrate de tener los ojos bien abiertos para verlas.
Y si te ves a ti mismo reflejado en alguna parte de esta historia, recuerda esto: no estás solo. No estás roto. Simplemente has estado sobreviviendo en un mundo que no fue construido para tu tipo de brillantez. Pero aquí seguimos. Y estamos aprendiendo a prosperar a nuestra manera.
Algún día, espero escribir un libro sobre todo lo que he aprendido —no solo sobre supervivencia, sino sobre sanar, encontrar paz y descubrir cómo vivir de verdad. Si ayuda a una sola persona a sentirse menos sola, ya habrá valido la pena.
Pero por ahora te dejo con esta publicación —y una carta de mi yo futura. Ojalá te sirva a ti tanto como me ayudó a mí a atravesar momentos increíblemente difíciles.
💬 Me encantaría escucharte. ¿Has vivido momentos en los que la adversidad te transformó o te dio una nueva perspectiva? ¿Cómo encuentras el camino de vuelta a ti misma/o en tiempos difíciles?
🎙️ Y si te has sentido identificada/o con este mensaje, te invito a escuchar el último episodio del pódcast Voces Intersectadas (Intersecting Voices), donde hablo con el increíble Andy Cope. Exploramos la ciencia detrás de una mentalidad positiva—y cómo podemos aplicarla a cualquier situación. Es una conversación profundamente humana sobre la resiliencia, la sanación y cómo encontrar luz en medio de la oscuridad.
Continuemos esta conversación — tu voz importa.




Leave a comment