A close-up of hands from three generations—child, parent, grandparent—stacked together, with soft, natural light and warm, neutral tones.

La Distancia Que Nos Mantiene Unidos

El Espacio Entre Nosotros: Lo Que Mi Familia Significa Para Mí

Mi familia siempre ha sido mi ancla. No en ese sentido abstracto de “la familia lo es todo”, sino de una forma profundamente tangible: donde la risa vive en las comidas compartidas, la comodidad se crea al apretarnos todos en el mismo sofá, y la sanación empieza en el cálido caos de una guerra de cosquillas.

Siempre hemos sido una familia pequeña—solo mi madre, mi padrastro, mi hermano y yo—pero siempre hemos estado muy unidos. Cenábamos todos juntos en la mesa, nos reíamos hasta que nos dolía el estómago, y nos apoyábamos mutuamente en cada altibajo imaginable. Nuestra cercanía se forjó no solo en la alegría, sino también en la dificultad. Un vínculo de esos que resisten incluso cuando soplan vientos fuertes.

No siempre ha sido fácil, pero incluso en esos momentos de desconexión, nunca hemos dejado de estar los unos para los otros. Para mí, eso es el verdadero significado del amor incondicional.

Y a pesar de todos los problemas que nos ha echado la vida, nunca nos hemos olvidado de pasarlo bien juntos. Nos hemos reído, nos hemos acurrucado, hemos soñado juntos. Siempre lo he sabido: este era el tipo de familia que quería construir algún día. Esta sensación. Esta unión.

Así que encontré a un hombre del que me enamoré, nos casamos, tuvimos una hija—ella fue la pieza perfecta que completó nuestra familia. Encajó a la perfección. Al tiempo me divorcié, y la estructura familiar que siempre había deseado se desvaneció.

Pero entonces me di cuenta: lo que teníamos ya era perfecto. No necesitaba cambiar ni necesitaba enmendarse. Porque ahora tenemos a una nueva integrante en la familia a la que todos adoramos, y con ella, la risa, el amor y los altibajos de la vida continúan—como siempre lo han hecho, en compañía.


Los Vínculos No Necesitan Glamour

Fui yo quien empezó a viajar. Todo comenzó cuando me fui a la universidad y desarrollé una fascinación por cómo vivían los demás, cómo la cultura moldea a personas y lugares. Primero fueron vacaciones, luego estancias más largas… y allá donde iba, mi familia siempre acababa siguiéndome.

Nunca hemos necesitado hoteles lujosos ni planes perfectos para pasarlo bien. Nos alojábamos en pisos diminutos, compartíamos camas, nos apañábamos con lo que había y siempre terminábamos riéndonos hasta que nos dolía la tripa. Había barreras lingüísticas, pequeños desastres y momentos que podían haberse vuelto estresantes, pero con nosotros siempre acababan convirtiéndose en anécdotas para recordar y reírnos años después.

En cada mudanza y en cada visita, mi familia traía consigo el hogar. Convirtieron los viajes más simples en recuerdos cosidos con amor y caos —una prueba de que la conexión no depende del confort ni del lujo, sino de la alegría de estar juntos.

Ahora, con una nueva generación en la familia, las aventuras continúan —a veces lejos, a veces a la vuelta de la esquina. Desde meriendas temáticas hasta días caóticos en la playa, los detalles cambian, pero el sentimiento no. Somos ruidosos, impredecibles y profundamente cariñosos—y así quiero que sigamos siendo.


Arropada en los Momentos Más Duros

Hace unos años, mi vida se desmoronó de formas que nunca habría imaginado. Estaba sola en otro país con una niña pequeña, afrontando el dolor de una pérdida gestacional, un divorcio, dificultades económicas, procesos judiciales, la sospecha de neurodivergencia en mi hija (y en mí), y la densa niebla del TEPT (y probablemente también de la perimenopausia, siendo sincera). Pero incluso entonces, nunca estuve sola.

Cuando perdí a mi embarazo a los cinco meses, no fue mi entonces marido —ocupado con su móvil— quien me acompañó. Fue mi madre, que cogió un vuelo ese mismo día, se sentó conmigo en el hospital y transformó un recuerdo doloroso en un momento de conexión y cariño.
Cuando dejé el matrimonio, volvió a estar ahí —a pesar de su propia enfermedad— para ayudarme a mudarme y reconstruir una nueva vida cuando me había quedado con casi nada.

Había planeado mi primera noche lejos de mi hija y no quería pasarla sola y triste. Así que esperé a que llegara mi madre y le dije: “¿Qué te parece si atravesamos Escocia y nos plantamos en un concierto de Coldplay?”. Aceptó al instante. Si hay algo que mi madre sabe hacer, es pasárselo bien y disfrutar de la vida.

Esa noche, estábamos las dos en medio de una multitud, cantando a pleno pulmón —yo cada palabra, y ella… lo que se imaginaba que decían las letras (porque no sabe inglés). Perdí la voz. Y volví a encontrar una parte de mí misma.

Mi madre ha estado presente en todos los momentos que me han marcado —en el desamor y en la recuperación— ayudándome a convertir incluso los capítulos más duros en recuerdos que merece la pena conservar.

Cuando las necesidades de mi hija se volvieron más complejas, fue mi madre quien recorrió el país buscando especialistas, leyendo todos los libros que yo no tenía fuerzas para leer y reuniendo apoyo a mi alrededor.

Pero no ha sido la única que ha estado ahí para mí. Mi padrastro y mi hermano también me han apoyado, cada uno a su manera, de formas igual de esenciales.

En los momentos de incertidumbre, basta una conversación con ellos para recordarme que, sin importar la distancia, siempre encontrarán la forma de llegar hasta mí si los necesitara.

Aun así, hay momentos en los que su ausencia física escuece. Las comidas del domingo que no compartimos. Las noches en las que, después de acostar a mi hija, me encuentro sola. La imposibilidad de “pasar un momentito” por su casa.

Y cuando por fin nos reunimos, está esa presión de aprovechar cada segundo, de estar al cien por cien todo el tiempo, sin espacio para la calma o la soledad.

Pero yo elegí esta vida. Igual que mi hermano. Nos fuimos para conocer el mundo, para crecer. Y no nos arrepentimos. Pero vivimos con esa contradicción constante: el anhelo de la aventura y el deseo de cercanía.

Y quizá, si nos hubiéramos quedado, no valoraríamos tanto a nuestra familia. Tal vez la daríamos por sentada. Tal vez no seríamos quienes somos hoy.

Ese es el gran paradigma del amor y la independencia: una vida construida lejos de casa, pero enraizada en las personas que te hicieron ser quien eres.

Seguimos siendo esa familia unida. Y siempre lo seremos.

En la distancia y en la cercanía. En el silencio y en la risa. En los lugares donde vivimos y en aquellos en los que nos llevamos los unos a los otros.


La Huella que mi Familia ha dejado en mi Camino

Me parecía justo que uno de mis posts estuviera dedicado a mi familia, porque sin su apoyo incondicional quizá no habría tenido la confianza necesaria para iniciar este camino.

Pero esta publicación no está dedicada solo a la familia que camina a mi lado en esta vida, sino también a quienes ya cruzaron al otro lado. A esos seres queridos que, al marcharse, transformaron mi forma de entender la vida y la muerte: pasé de pensar que no había nada después, a sentir que siguen aquí, guiándome y acompañándome en los momentos más difíciles.
(Si a alguien le interesa, escribí un post sobre mi proceso de despertar espiritual.)

Ahora estoy construyendo algo sólido, algo que espero que perdure. Y no puedo esperar a hacerles partícipes de ello, porque todo lo que cree llevará siempre sus huellas.


Si te has sentido identificada/o con esta publicación, me encantaría conocer tus propias reflexiones.👇Déjame un comentario y cuéntame qué significa para ti la familia, cómo la distancia ha cambiado vuestros lazos, o simplemente comparte un recuerdo que te haga sonreír.

Y si aún no lo has hecho, te invito a ver el episodio de la semana pasada con Lamia Ziam. Habla con mucha honestidad sobre lo que supone vivir lejos de la familia que quiere, y cómo la conexión — incluso con la distancia — siempre encuentra su manera de mantenerse viva.


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